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Esa noche fue distinta, no hubo sombras danzarinas en la habitación,
el catre Celedón se negó en sus formas a ser un río crecido y las mantas desistieron
deambular en la espesura del aire; esa vez, los fantasmas que traían el espanto
a sus temores y se hacían mortales de nuevo -clamando una respuesta ante la
demencia- se esfumaron como un humo sin fuerza.
Los cielos encendidos extinguieron sus llamas y el ardor prolongó los
rumbos de su proceder fuera del suplicio diario, y las bestias rojizas, incandescentes,
de ojos amarillos como linternas furiosas y pájaros chillones con alas sin
plumas y garras mortales, desistieron en la penumbra combatir contra la
histeria incomprendida del paciente diez G.
En el cuarto, un silencio placentero confundía la monotonía del
momento, maquillada de parsimonia la tempestad se resguardaba, un rincón
impenetrable de lluvia y temor, contrarios de fantasía y realidad.
Salió del Celedón por quinta vez en la nocturna eternizada por
flagelos ajenos y voces de iracunda sapiencia; nuevamente recorrió los pasos
impresos tiempo atrás; era la primera vez en seis meses que podía transitar su
escuálido cuerpo en la tarima donde sus ficciones tenían peso y color. Con los
brazos extendidos hacia los lados y la cabeza agonizante, reclinada
completamente en la nuca, el enfermo mental Hebreo Lante, recluido en el
sanatorio Leroux a causa de un rivalizante trastorno mental, producto de
desequilibrios de orden cerebral y profundos estados depresivos, ideas
inconexas, saltos temáticos y continuas alucinaciones íntimamente relacionadas
con la supuesta afinidad con una mujer extraterrestre, bailaba solitario ante
la confusión de una paz cuadriculada, dualismo de intemperie y claridad.
-
Noche fugaz, manto ilusorio,
maldita y deliciosa blasfemia creada- escribió de aquella noche en la que
comenzó a plasmar en hojas amarillentas, trazos naranjas de crayola, acontecimientos
de un habitante lúcido en el infierno, eso que tituló alguna vez con el nombre
de Revelaciones. De esa nocturna espesa escribió después:
-
Sombrío silente que opaca la
función del siniestro, luces sin brillo habitan en la piel herida de mis días
sin claros. ¡Oh! Cuánto espasmo, paroxismo ininteligible, naturaleza recreada
en hojas vírgenes, noche fugaz manto ilusorio, maldita y deliciosa blasfemia
creada. No hay cabida para la razón, cuestionamientos como: ¿cuánto durará este
tierno sabor de paz? o ¿por qué ahora duermo entre laureles, por qué hasta
ahora? ¿Cuál es la diferencia entre el tiempo que muestra la realidad y el que
esconde la fantasía? Quedarán sin ser resueltas, recluidas en el pozo rebosante
de la desesperación, hoyo sin fondo que de cuando en vez vomita aguas pútridas,
llanto cautivo.
2
El sanatorio Leroux ofrecía sus servicios profesionales en el campo de
la siquiatría desde hacía más de quince años en la ciudad de la Compostela, su
reconocimiento en la esfera de la sicología y salud mental iba en incremento,
grandes sicoanalistas, sistémicos, y otros varios progresistas de corrientes
nuevas que se desprendieron de teorías más expuestas y de mayor investigación,
fueron los primeros iniciadores de la clínica con mayor proyección en la
ciudad. Asimismo, y para sorpresa de sus detractores, la iglesia ortodoxa apoyó
con una suma importante la estructuración arquitectónica y aprobó casi en
definitiva las ideas modernas y de concepción puramente científica fielmente
explicada por el que en su momento y desde siempre fue el director de la
clínica Leroux de la Compostela, el sicólogo Manolo del Alba. En sus inicios
pues, el sanatorio contempló la posibilidad de integrar a todos aquellos
enfermos mentales que necesitaban de su ayuda, retribuyendo la confianza y el
factor económico a las familias de los discapacitados con un aporte importante
de ciencia y resultados favorables de salubridad. De manera que hubo un
porcentaje de pacientes internos en la clínica el cual fue atendido a tiempo
completo por los más consagrados siquiatras de la ciudad, a la vez que la
clínica recibía enfermos en consultas externas los días de entre semana. En los
primeros cinco años de funcionamiento se ratificó que el Leroux era un
dispensario sin ánimo de lucro; la gobernación de la ciudad contribuyó
sagradamente con el presupuesto estipulado en las elecciones donde cada
aspirante se comprometía a efectuar con la dote de ser posible su ascenso. Por
otro lado, parte de las propinas que recibía la catedral principal iba para el
fondo de colaboración social el cual atribuía en partes iguales a los centros
de rehabilitación de alcohol y drogas, casas de bienestar familiar y clínicas
mentales. Las batas y sábanas del hospital eran obsequios de tres entusiastas empresas de
telas de la Compostela y los fármacos eran suministrados bajo fórmula médica y
a módicos costos en su droguería interna. Asimismo, el sanatorio ofrecía un
plan especial el cual auspiciaba casos extraordinarios en los que se veía el
problema mental más que como una ayuda como un reto a la psique humana y a la
superación profesional, aunque estos esporádicos pacientes iban acompañados de
la carencia monetaria que sustentaba la obra de caridad.
El doctor Manolo del Alba tuvo oportunidad de conocer infinidad de
mundos atormentados, vidas recluidas por años de olvido y retazos improvisados
de imágenes y formas borrosas que despertaban sutilmente emociones de un pasado
incierto, de un recuerdo perdido pero que no se explica como un hecho del ayer,
sino como una revelación en el futuro. Hombres caballo que lloran como una
Magdalena en un lecho de pasto y zanahoria. Mujeres columpio que se mecen hasta
la muerte en uno de los cuatro rincones de su soledad. Cuerpos aromatizados de
iracunda celosía, homicida y suicidio culposo. Soldados locos por la atrocidad
de la guerra, esposas de la agonía que de tanto esperar la noticia de su viudez
se casan para siempre con la tristeza. Cadáveres de un día y forasteros de la
vida. Amantes perversos recluidos por amor, animales rencarnados en abogados y
príncipes absortos por la pérdida de su fortuna. Siluetas de guitarras que
arrullan columpios y voces angelicales de querubines tuertos. Jamás creyó
conocer tantos abismos, tantos vértigos y tantas melancolías como en ese
pequeño gran reino de desventura; entendió que la felicidad era tan sugestiva
como relativa y que desconoce cuando se limita.
Antes de que se abriera el libro azul, el director estuvo tentado por
la demencia en el tiempo en que una mujer maníaca depresiva le habla de la posible incursión militar de los
Estados Unidos a su país; la profetisa y multimillonaria de nombre Nubia Rocío
Galvis, tenía un discurso muy bien armado el cual narraba todos los días y
dejaba sin concluir para que su sultán quedara con la intriga hasta la próxima
sesión. Scheherezada
o mejor Nubia, era una mujer de cuarenta años de edad, de ojos ovalados como
canicas, producto de su estrabismo, nariz aguileña y boca simple, sin labios,
como una grieta en el desierto. Su piel era seca y más blanca que las sábanas y
batas del sanatorio y un cuerpo curvo, seductor, de largas piernas retadoras de
la ética de cualquier profesional del área. Había estudiado finanzas y economía
en el exterior donde se casó con su profesor de estadística, un italiano obeso
con quien duró dos años. Separada de su marido y de su hija fue recluida por su
familia materna en la clínica por siete meses. Nubia fue atendida por Manolo
del Alba. Desde la primera sesión impactó por su espontaneidad al referirse a
hechos irreales; la seguridad y en momentos las desafiantes posturas con que
defendía sus ideologías sorprendieron inexplicablemente al veterano director,
quien, preocupado más en la persona misma que en el problema, personalizó las
pláticas desviando el rumbo convencional de la sanación. La marcada exageración
mímica fue un reflejo de sus cambios emocionales, y esa mirada intensa de
sagacidad con que refutaba las ínfimas intromisiones del doctor, sumado a la
profunda investigación de cifras y agregados que manejaba con relación al alza
del dólar y las repercusiones que producía en la moneda de su país ˗esto
ayudado por la sección de economía que leía sagradamente a diario en el
periódico más influyente de la Compostela-, la hacía encantadora a los ojos del
director. Todo un conjunto de interés.
En una de esas citas, los lunes y miércoles en la tarde, Nubia le
comentó de la inminente arremetida y de la imposibilidad para solucionarlo;
entonces sugirió que la mejor manera de salvarse de la guerra próxima era la
retirada, lo invitó a dejarlo todo y fugarse con ella en un helicóptero que los
conduciría a un lugar tranquilo, donde las balas y proyectiles no llegarían jamás.
El doctor Manolo del Alba, casi convencido de los ataques militares abarcó la
posibilidad de alejarse, al menos por un tiempo, de los hostigamientos bélicos
de los que de hecho el país estaba siendo víctima, aunque estos no eran
propiciados por cuerpos internacionales sino por infructuosos grupos de
izquierda. Decidió entonces darle una respuesta definitiva al término de la
próxima sesión, el miércoles a las dos de la tarde en la habitación de Nubia
Rocío Galvis, la número 23D. En el tiempo en que la paciente estuvo bajo la
observación del director su mejoría fue cada vez más notoria, al menos antes de
ese día final. Sus avances con la ayuda de la rebajada droga suministrada por
su segundo visor, el doctor Trino Durán, siquiatra de cabecera, fue siempre un
aliciente al estímulo del director del Alba que veía con muy buenos ojos la
salud de su paciente y con ello se acrecentaban los deseos de compromiso
contemplados desde siempre con algo de morbo y contradicción. El día miércoles,
Manolo untó el pañuelo más fino que tenía con su loción favorita -un olor a
lavanda fresca como hojas primaverales y tiernas fragancias de jazmín y sándalo-
que impregnó el aire del pasillo del ala D. Nervioso entró en la habitación en
donde esperaba la mujer con quien se fugaría a un mundo cuerdo y parsimonioso;
sentada en la cama de sábanas traslúcidas y frente a la ventana de rejas
verticales, Nubia observaba los verdes prados por donde caminaban pacientes que
a esa hora salían a pasear en compañía de enfermeras de turno. Sintió el aroma
perfumado de su doctor y de inmediato, ingrata se levantó del lecho que la
abrigó por más de seis meses. Hablaron un poco de los sucesos que precedían a
su fuga y entonces pasó algo que cambió por completo el periplo de su futuro.
El cambio temático ocurrió cuando Manolo del Alba preguntó a su paciente por el
helicóptero, le dijo:
-
¿Dónde tendremos que ir a tomar el
helicóptero?
-
Usted sólo preocúpese por ese
permiso de salida que debe firmar, el helicóptero descenderá justo debajo de
nosotros. ¡Mire, mire, lo ve, allí está, pronto a por él!- contestó delirante
la mujer, convencida de estar viendo en las formas de un mosco, el helicóptero
tras la ventana de su habitación; el insecto batía sus alas como una hélice a
gran velocidad y sus ojos exageraban el panorámico del invento mecánico. Todo
esto era referenciado por el estrabismo de su vista y la histeria de su
demencia irrendible. Desde entonces el doctor Manolo del Alba olvidó la
dependencia incrédula de la locura con el amor y se aisló para siempre de las
posibles tentaciones en las que su decisión podría debilitarse; por otra parte,
su carácter informal y abierto se tornó opaco y desconfiado. Entre sus colegas
se pensó que la doctrina sicológica del director del sanatorio parecía de
siquiatra, pues ahora su énfasis y preocupación no era el paciente, sino el
problema del mismo.