miércoles, 14 de noviembre de 2012

EL LIBRO AZUL PARA ESPAÑA, EDITORIAL NIRAM ART.



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Esa noche fue distinta, no hubo sombras danzarinas en la habitación, el catre Celedón se negó en sus formas a ser un río crecido y las mantas desistieron deambular en la espesura del aire; esa vez, los fantasmas que traían el espanto a sus temores y se hacían mortales de nuevo -clamando una respuesta ante la demencia- se esfumaron como un humo sin fuerza.
Los cielos encendidos extinguieron sus llamas y el ardor prolongó los rumbos de su proceder fuera del suplicio diario, y las bestias rojizas, incandescentes, de ojos amarillos como linternas furiosas y pájaros chillones con alas sin plumas y garras mortales, desistieron en la penumbra combatir contra la histeria incomprendida del paciente diez G.
En el cuarto, un silencio placentero confundía la monotonía del momento, maquillada de parsimonia la tempestad se resguardaba, un rincón impenetrable de lluvia y temor, contrarios de fantasía y realidad.
Salió del Celedón por quinta vez en la nocturna eternizada por flagelos ajenos y voces de iracunda sapiencia; nuevamente recorrió los pasos impresos tiempo atrás; era la primera vez en seis meses que podía transitar su escuálido cuerpo en la tarima donde sus ficciones tenían peso y color. Con los brazos extendidos hacia los lados y la cabeza agonizante, reclinada completamente en la nuca, el enfermo mental Hebreo Lante, recluido en el sanatorio Leroux a causa de un rivalizante trastorno mental, producto de desequilibrios de orden cerebral y profundos estados depresivos, ideas inconexas, saltos temáticos y continuas alucinaciones íntimamente relacionadas con la supuesta afinidad con una mujer extraterrestre, bailaba solitario ante la confusión de una paz cuadriculada, dualismo de intemperie y claridad.
-          Noche fugaz, manto ilusorio, maldita y deliciosa blasfemia creada- escribió de aquella noche en la que comenzó a plasmar en hojas amarillentas, trazos naranjas de crayola, acontecimientos de un habitante lúcido en el infierno, eso que tituló alguna vez con el nombre de Revelaciones. De esa nocturna espesa escribió después:
-                  Sombrío silente que opaca la función del siniestro, luces sin brillo habitan en la piel herida de mis días sin claros. ¡Oh! Cuánto espasmo, paroxismo ininteligible, naturaleza recreada en hojas vírgenes, noche fugaz manto ilusorio, maldita y deliciosa blasfemia creada. No hay cabida para la razón, cuestionamientos como: ¿cuánto durará este tierno sabor de paz? o ¿por qué ahora duermo entre laureles, por qué hasta ahora? ¿Cuál es la diferencia entre el tiempo que muestra la realidad y el que esconde la fantasía? Quedarán sin ser resueltas, recluidas en el pozo rebosante de la desesperación, hoyo sin fondo que de cuando en vez vomita aguas pútridas, llanto cautivo. 

2
El sanatorio Leroux ofrecía sus servicios profesionales en el campo de la siquiatría desde hacía más de quince años en la ciudad de la Compostela, su reconocimiento en la esfera de la sicología y salud mental iba en incremento, grandes sicoanalistas, sistémicos, y otros varios progresistas de corrientes nuevas que se desprendieron de teorías más expuestas y de mayor investigación, fueron los primeros iniciadores de la clínica con mayor proyección en la ciudad. Asimismo, y para sorpresa de sus detractores, la iglesia ortodoxa apoyó con una suma importante la estructuración arquitectónica y aprobó casi en definitiva las ideas modernas y de concepción puramente científica fielmente explicada por el que en su momento y desde siempre fue el director de la clínica Leroux de la Compostela, el sicólogo Manolo del Alba. En sus inicios pues, el sanatorio contempló la posibilidad de integrar a todos aquellos enfermos mentales que necesitaban de su ayuda, retribuyendo la confianza y el factor económico a las familias de los discapacitados con un aporte importante de ciencia y resultados favorables de salubridad. De manera que hubo un porcentaje de pacientes internos en la clínica el cual fue atendido a tiempo completo por los más consagrados siquiatras de la ciudad, a la vez que la clínica recibía enfermos en consultas externas los días de entre semana. En los primeros cinco años de funcionamiento se ratificó que el Leroux era un dispensario sin ánimo de lucro; la gobernación de la ciudad contribuyó sagradamente con el presupuesto estipulado en las elecciones donde cada aspirante se comprometía a efectuar con la dote de ser posible su ascenso. Por otro lado, parte de las propinas que recibía la catedral principal iba para el fondo de colaboración social el cual atribuía en partes iguales a los centros de rehabilitación de alcohol y drogas, casas de bienestar familiar y clínicas mentales. Las batas y sábanas del hospital eran  obsequios de tres entusiastas empresas de telas de la Compostela y los fármacos eran suministrados bajo fórmula médica y a módicos costos en su droguería interna. Asimismo, el sanatorio ofrecía un plan especial el cual auspiciaba casos extraordinarios en los que se veía el problema mental más que como una ayuda como un reto a la psique humana y a la superación profesional, aunque estos esporádicos pacientes iban acompañados de la carencia monetaria que sustentaba la obra de caridad.
El doctor Manolo del Alba tuvo oportunidad de conocer infinidad de mundos atormentados, vidas recluidas por años de olvido y retazos improvisados de imágenes y formas borrosas que despertaban sutilmente emociones de un pasado incierto, de un recuerdo perdido pero que no se explica como un hecho del ayer, sino como una revelación en el futuro. Hombres caballo que lloran como una Magdalena en un lecho de pasto y zanahoria. Mujeres columpio que se mecen hasta la muerte en uno de los cuatro rincones de su soledad. Cuerpos aromatizados de iracunda celosía, homicida y suicidio culposo. Soldados locos por la atrocidad de la guerra, esposas de la agonía que de tanto esperar la noticia de su viudez se casan para siempre con la tristeza. Cadáveres de un día y forasteros de la vida. Amantes perversos recluidos por amor, animales rencarnados en abogados y príncipes absortos por la pérdida de su fortuna. Siluetas de guitarras que arrullan columpios y voces angelicales de querubines tuertos. Jamás creyó conocer tantos abismos, tantos vértigos y tantas melancolías como en ese pequeño gran reino de desventura; entendió que la felicidad era tan sugestiva como relativa y que desconoce cuando se limita.
Antes de que se abriera el libro azul, el director estuvo tentado por la demencia en el tiempo en que una mujer maníaca depresiva le  habla de la posible incursión militar de los Estados Unidos a su país; la profetisa y multimillonaria de nombre Nubia Rocío Galvis, tenía un discurso muy bien armado el cual narraba todos los días y dejaba sin concluir para que su sultán quedara con la intriga hasta la próxima sesión. Scheherezada o mejor Nubia, era una mujer de cuarenta años de edad, de ojos ovalados como canicas, producto de su estrabismo, nariz aguileña y boca simple, sin labios, como una grieta en el desierto. Su piel era seca y más blanca que las sábanas y batas del sanatorio y un cuerpo curvo, seductor, de largas piernas retadoras de la ética de cualquier profesional del área. Había estudiado finanzas y economía en el exterior donde se casó con su profesor de estadística, un italiano obeso con quien duró dos años. Separada de su marido y de su hija fue recluida por su familia materna en la clínica por siete meses. Nubia fue atendida por Manolo del Alba. Desde la primera sesión impactó por su espontaneidad al referirse a hechos irreales; la seguridad y en momentos las desafiantes posturas con que defendía sus ideologías sorprendieron inexplicablemente al veterano director, quien, preocupado más en la persona misma que en el problema, personalizó las pláticas desviando el rumbo convencional de la sanación. La marcada exageración mímica fue un reflejo de sus cambios emocionales, y esa mirada intensa de sagacidad con que refutaba las ínfimas intromisiones del doctor, sumado a la profunda investigación de cifras y agregados que manejaba con relación al alza del dólar y las repercusiones que producía en la moneda de su país ˗esto ayudado por la sección de economía que leía sagradamente a diario en el periódico más influyente de la Compostela-, la hacía encantadora a los ojos del director. Todo un conjunto de interés.
En una de esas citas, los lunes y miércoles en la tarde, Nubia le comentó de la inminente arremetida y de la imposibilidad para solucionarlo; entonces sugirió que la mejor manera de salvarse de la guerra próxima era la retirada, lo invitó a dejarlo todo y fugarse con ella en un helicóptero que los conduciría a un lugar tranquilo, donde las balas y proyectiles no llegarían jamás. El doctor Manolo del Alba, casi convencido de los ataques militares abarcó la posibilidad de alejarse, al menos por un tiempo, de los hostigamientos bélicos de los que de hecho el país estaba siendo víctima, aunque estos no eran propiciados por cuerpos internacionales sino por infructuosos grupos de izquierda. Decidió entonces darle una respuesta definitiva al término de la próxima sesión, el miércoles a las dos de la tarde en la habitación de Nubia Rocío Galvis, la número 23D. En el tiempo en que la paciente estuvo bajo la observación del director su mejoría fue cada vez más notoria, al menos antes de ese día final. Sus avances con la ayuda de la rebajada droga suministrada por su segundo visor, el doctor Trino Durán, siquiatra de cabecera, fue siempre un aliciente al estímulo del director del Alba que veía con muy buenos ojos la salud de su paciente y con ello se acrecentaban los deseos de compromiso contemplados desde siempre con algo de morbo y contradicción. El día miércoles, Manolo untó el pañuelo más fino que tenía con su loción favorita -un olor a lavanda fresca como hojas primaverales y tiernas fragancias de jazmín y sándalo- que impregnó el aire del pasillo del ala D. Nervioso entró en la habitación en donde esperaba la mujer con quien se fugaría a un mundo cuerdo y parsimonioso; sentada en la cama de sábanas traslúcidas y frente a la ventana de rejas verticales, Nubia observaba los verdes prados por donde caminaban pacientes que a esa hora salían a pasear en compañía de enfermeras de turno. Sintió el aroma perfumado de su doctor y de inmediato, ingrata se levantó del lecho que la abrigó por más de seis meses. Hablaron un poco de los sucesos que precedían a su fuga y entonces pasó algo que cambió por completo el periplo de su futuro. El cambio temático ocurrió cuando Manolo del Alba preguntó a su paciente por el helicóptero, le dijo:
-                  ¿Dónde tendremos que ir a tomar el helicóptero?
-                  Usted sólo preocúpese por ese permiso de salida que debe firmar, el helicóptero descenderá justo debajo de nosotros. ¡Mire, mire, lo ve, allí está, pronto a por él!- contestó delirante la mujer, convencida de estar viendo en las formas de un mosco, el helicóptero tras la ventana de su habitación; el insecto batía sus alas como una hélice a gran velocidad y sus ojos exageraban el panorámico del invento mecánico. Todo esto era referenciado por el estrabismo de su vista y la histeria de su demencia irrendible. Desde entonces el doctor Manolo del Alba olvidó la dependencia incrédula de la locura con el amor y se aisló para siempre de las posibles tentaciones en las que su decisión podría debilitarse; por otra parte, su carácter informal y abierto se tornó opaco y desconfiado. Entre sus colegas se pensó que la doctrina sicológica del director del sanatorio parecía de siquiatra, pues ahora su énfasis y preocupación no era el paciente, sino el problema del mismo.



EL LIBRO AZUL PARA ESPAÑA, EDITORIAL NIRAM ART.

viernes, 21 de octubre de 2011

Nuevo cuento de Said chamie

EL ÚLTIMO DÍA DEL SÉPTIMO MENDIGO

Por Said Chamie*
Bajo el único farol de la calle, el cuerpo calmo de un hombre yace tirado en el adoquín. Una mancha de sangre negra lo circunda señalándolo. La Candelaria calla otra muerte y un vivo más se hace olvido.

El séptimo mendigo del año tuvo un día bastante ajetreado, gajes del oficio que le otorgaron pobres dividendos. En la mañana y tras haber dormido tres horas por derecho de sitio en una banca en la Plaza España, abrió los ojos y vio lo que parecían dos barcos enfrentados tras un mar de fondo. Parpadeó varias veces hasta entender que se trataba de un par de nubes blancas pegadas al cielo.
Poco a poco se incorporó al entorno, el hambre y el hedor a pegante le recordaron su miseria, dos respiros profundos y de nuevo -como en todas las despertadas-, la tristeza y el desasosiego lo acompañaron; entonces emprendió la huida, una costumbre diaria, caminar a pasos agigantados para perderse de sí, delirante intentaba engañar su sombra y su memoria.
Estaba sobrio y eso le provocaba amargura, el séptimo mendigo muerto en el año era, en su exterior, un estereotipo exacto del desechable, un indeseable de pelos y barba hirsutos, mirada demencial, ropa raída y olor de gamín, que no es más que una mezcla de suciedad, vicio y olvido. Para un ser como él, buscar un pan era una pesca inútil, su presencia intimidaba hasta a los perros y la policía lo veía como el mejor adversario para descargar su incompetencia. Soy el dibujo que pinta la tomba en la cartelera de exterminio. Pensaba mientras veía cómo los universitarios que subían afanados lo esquivaban. Sí estos chinos de mierda supieran quién era, no quién soy, lo que fui en esta misma vida, me mirarían de otra manera, pero ya no importa ¿con qué intención y para qué efectos les diría quién he sido?
Cruzó la Caracas sin el mismo aliento para seguir con tanta prisa. Ya se había acercado de nuevo a su sombra, y es que no podía escaparse de ella. Eso siempre lo pensó cuando en su afán por hacerlo sus impulsos decaían. Pasó por las calles que otrora fueron su cambuche, el reino del cartucho que ahora lo decoraban tiendas de chucherías y olores de chicharrón asado y chontaduro. Allí se sentía bien, lo menos ajeno que se puede sentir un lobo estepario en medio de una multitud.
Como era de esperarse, no sabía hacia dónde lo llevaban sus pasos, simplemente se dejaba llevar mientras sus ojos veían cualquier oportunidad para extender la mano y pedir limosna, no tenía mucho tiempo pues la agonía del no consumo amenazaba de lejos con sus látigos de ansiedad.
Tenía hambre pero sabía que debía meterse algo primero, cualquier pegante o polvo de ladrillo que lo mantuviera alejado de las voces del pánico; buscó en sus bolsillos y halló trecientos pesos y una papeleta de bazuco limpia como si la hubiera aspirado un oso hormiguero. Una moneda por favor. Pidió en una intersección de calles a un hombre macizo de una camioneta quien sin voltear a mirarlo le dijo automáticamente que no tenía. Faltan mil pa un cuarto de pegante donde el zapatero, el que dice que prefiere regalar la bolsa a fiar. Pasó la trece levitando -como una hoja seca que se niega a seguir un curso de orden- hasta llegar a la acera en cuya esquina tomó una rama de árbol.

La mañana era radiante, el cielo seguía azul y los barcos en el cielo parecían botar vapor, como preparándose para partir. El séptimo mendigo los vio y sonrío. Luego armado de valor asió el palo y se paró frente al semáforo dispuesto a obtener esos mil pesos de salvación. A primera impresión parecía un despojo de tigre, su apariencia asustaba a la gente de los primeros carros, pues suponían que los iba a intimidar con el palo, sin embargo, su acto fue otro. Dos toques sutiles a cada una de las llantas fueron suficientes para hacerle entender al conductor que estaban perfectamente calibradas; luego y con la mano extendida, se paraba enfrente de su ventana esperando algo de nobleza. No fue fácil, pues todavía le quedaba un ápice de la dignidad de su estirpe y cuando no estaba drogado sentía vergüenza, se sabía la escoria de la sociedad, y así se sentía. Luego de cuarenta minutos de arduo laburo y una alta interpretación histriónica, tenía dos mil trecientos pesos que le servían para gaseosearse y comprar dos panes de doscientos, pensó que podía alcanzar a comer algo antes de que “la inmunda” -como le decía a la necesidad de consumo-, lo llamara, con su voz de trueno en la penumbra. Caminó hasta la plaza de Bolívar y dobló a la derecha hasta posarse en un puesto ambulante. Doña Júbilo vendía de todo y tenía la pinta necesaria para comprarle una soda y un mendrugo de pan, el cigarrillo era su comisión. En tres minutos estaba recibiendo sus encargos y en siete segundos ya no había nada, todo adentro, el Aqueronte llamaba nítidamente su nombre y él debía consumir pegante ya.
De nuevo sus pasos se hicieron ligeros y la sensación de persecusión lo poseyó, creía que le estaba respirando en la nuca, debía volar ocho cuadras hasta el puesto callejero del zapatero. Nada peor que la víspera al pánico, pensaba mientras esquivaba zorras y carros, tiendas y gentío. Ese día nadie lo atrapó, ni la policía, ni los celadores de los edificios, extrañamente fue un civil del común que se movía a prisa y así era entendido por la sociedad. El viejo zapatero lo vio llegar y de inmediato se paró tan rápido como su escuálido cuerpo le permitió. Sacó una bolsa de café y destapó el pegante. Cuánto. Un cuartico viejo cobbler, estoy en la mala. El anciano vertió el espeso líquido sin inmutarse y se lo dio como si fuera las vueltas de algo. Después del primer minuto bombeando el lechoso amarillo, sus pasos se hicieron lerdos, ya no le temía a “la inmunda” pues creyó que la había espantado aun cuando en sobriedad sabía que desde hacía muchos años era parte de él.
Para cuando el sol trepó al cenit, el séptimo mendigo vio una araña amarilla en medio de los dos barcos que se negaban a partir, y rió porque aún trabado, recordaba que esas nubes lo habían seguido todo el día, como algunos perros que no le temían o gamines pequeños que ganaron su protección en sigilo. Sentado al lado de un farol esquinero que lo ocultaba como una sombra más, sopló pegamento toda la tarde sin dejar de ver el cielo que hacía de mar, las nubes no eran las mismas de la mañana, pero su alucinación buscaba las formas perdidas y su mente atrofiada unía las manchas y entonces los barcos volvían, sus ojos se abrieron cuando oteó que uno de ellos zarpaba y sintió deseos de irse con él, olvidarse de toda esa mierda que era en tierra y volar por las aguas del cielo hasta perderse.
Lo deseó tanto que el metal que entró en su estómago no lo sintió, ni mucho menos el raponazo al poco pegamento que le quedaba, todo lo entendió como un viaje hacia allá. Entonces sonrió.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Crítica de El Libro Azul



Nos encontramos ante una novela compleja y elaborada; la acción se sitúa en una clínica siquiátrica en la que se aplican métodos y filosofías de curación novedosas y experimentales. A partir de aquí, se va presentando a los personajes, tanto pacientes como doctores, y su universo personal queda plasmado de forma literaria y casi onírica, en la descripción de las visiones de los enfermos y las esperanzas de los que no lo están.

La trama resulta bien construida; pero el valor más notable de la novela, a nuestro juicio, consiste en la enorme capacidad expresiva del texto, la riqueza cromática y léxica de sus descripciones y la profundización sicológica en los personajes y las situaciones que se van dando en la novela.

La presente novela atrapa al lector desde un primer vistazo, exige la atención de un lector experto, por su simbolismo y su forma de trascender lo meramente aparente; aparece como un estudio de lo humano y de la capacidad del hombre para tornar la realidad en locura, escrita con un estilo adecuado y un ritmo trepidante.

martes, 31 de agosto de 2010

RESEÑA DEL LIBRO DE SAID CHAMIE

                                                         RESEÑA DE EL LIBRO AZUL
 
Hebreo Lante sabe que lo que está viendo no existe, sin embargo es consciente que sus visiones son reales; por ello y en una noche de tormenta apocalíptica, decide ingresar al único lugar donde según él, sus fantasías cobran vida y se hacen compartidas: El Sanatorio Leroux.

Estando allí Lante descubre un universo paralelo y demencial, con personajes que gravitan en un mundo de patologías diversas que recorren a toda velocidad una montaña rusa de emociones ambivalentes, en un tiempo en que el caos es sustituido por el silencio y los secretos hacen estruendo en paredes mudas. En el Leroux, Hebreo Lante conocerá el verdadero amor.

¡Quién se crea cuerdo que levante la mano para decirle su diagnóstico!

La presente novela atrapa al lector desde un primer vistazo, exige la atención de un lector experto, por su simbolismo y su forma de trascender lo meramente aparente; aparece como un estudio de lo humano y de la capacidad del hombre para tornar la realidad en locura, escrita con un estilo propio y un ritmo trepidante.

Primer capítulo de El Libro Azul de SAid Chamie www.editoradigital.com.ar



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Esa noche fue distinta, no hubo sombras danzarinas en la habitación, el catre Celedón se negó en sus formas a ser un río crecido y las mantas desistieron deambular en la espesura del aire; esa vez, los fantasmas que traían el espanto a sus temores y se hacían mortales de nuevo -clamando una respuesta ante la demencia-, se esfumaron como un humo sin fuerza.
Los cielos encendidos extinguieron sus llamas y el ardor prolongó los rumbos de su proceder fuera del suplicio diario, y las bestias rojizas, incandescentes, de ojos amarillos como linternas furiosas y pájaros chillones con alas sin plumas y garras mortales, desistieron en la penumbra combatir contra la histeria incomprendida del paciente diez G.
En el cuarto, un silencio placentero confundía la monotonía del momento, maquillada de parsimonia la tempestad se resguardaba, un rincón impenetrable de lluvia y temor, contrarios de fantasía y realidad.
Salió del Celedón por quinta vez en la nocturna eternizada por flagelos ajenos y voces de iracunda sapiencia; nuevamente recorrió los pasos impresos tiempo atrás, era la primera vez en seis meses que podía transitar su escuálido cuerpo en la tarima donde sus ficciones tenían peso y color. Con los brazos extendidos hacia los lados y la cabeza agonizante, reclinada completamente en la nuca, el enfermo mental Hebreo Lante, recluido en el sanatorio Leroux a causa de un rivalizante trastorno mental, producto de desequilibrios de orden cerebral y profundos estados depresivos, ideas inconexas, saltos temáticos y continuas alucinaciones íntimamente relacionadas con la supuesta afinidad con una mujer extraterrestre, bailaba solitario ante la confusión de un paz cuadriculada, dualismo de intemperie y claridad.
-          Noche fugaz, manto ilusorio, maldita y deliciosa blasfemia creada- escribió de aquella noche en la que comenzó a plasmar en hojas amarillentas, crayoladas naranjas, acontecimientos de un habitante lúcido en el infierno, eso que tituló alguna vez con el nombre de Revelaciones. De esa nocturna espesa escribió después:
-                  Sombrío silente que opaca la función del siniestro, luces sin brillo habitan en la piel herida de mis días sin claros. ¡Oh! Cuánto espasmo, paroxismo ininteligible, naturaleza recreada en hojas vírgenes, noche fugaz manto ilusorio, maldita y deliciosa blasfemia creada. No hay cabida para la razón, cuestionamientos como: ¿cuanto durará este tierno sabor de paz? o ¿por qué ahora duermo entre laureles, por qué hasta ahora? ¿Cuál es la diferencia del tiempo que muestra la realidad y el que esconde la fantasía? Quedarán sin ser resueltas, recluidas en el pozo rebosante de la desesperación, hoyo sin fondo que de cuando en vez vomita aguas pútridas, llanto cautivo.